Wednesday, May 29, 2013

[Letra E] - Escritor


Letra E


ESCRITOR

La máxima tentación espiritual de mi vida, la única contra la que tengo que librar una durísima batalla, es la de ser totalmente judío. El Antiguo Testamento, donde quiera que lo abra, me deja subyugado. Prácticamente en cada pasaje descubro algo que se adecúa a mí. Me gustaría llamarme Noé o Abraham, aunque también mi propio nombre me llena de orgullo. Cuando emprendo el riesgo de sumergirme en las historias de José o de David, intento decirme que ambos me fascinan en cuanto escritor, y ¿a qué escritor no le habrían fascinado? Pero no es cierto, lo cierto es que hay mucho más. Pues ¿por qué volví a encontrar en la Biblia mi sueño de la futura longevidad de los hombres en forma de lista de los antiguos patriarcas, como pasado? ¿Por qué el salmista odia a la muerte como sólo yo la aborrezco? He despreciado a mis amigos cuando renunciaban a la tentación de integrarse a diversos pueblos y volvían ciegamente a ser judíos, nada más que judíos. ¡Qué difícil me resulta ahora no imitarlos! Los nuevos muertos, los que han muerto mucho antes de que les llegara su hora, nos suplican con insistencia, y ¿quién tendría corazón para decirles que no? Pero ¿no están acaso los nuevos muertos en todas partes, en todos los bandos, en todos los pueblos? ¿Debo acaso cerrarme a los rusos porque hay judíos? ¿A los chinos porque están lejos? ¿A los alemanes porque están poseídos por el demonio? ¿No puedo seguir perteneciendo a todos ellos, como hasta ahora, y sin embargo ser judío?.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1944). [Ed. GG: pág. 77]


El más ínfimo suceso adverso se acaba convirtiendo en catástrofe cuando lo abordamos con toda la fuerza de un escritor, nunca agotada ni vivida hasta el fondo. Le arrojamos montañas de personajes e interpretaciones, aun cuando cualquier mísera palabra práctica podría domeñarlo; son los propios esfuerzos los que lo van haciendo grande y desolado. No tenemos la capacidad de adaptación ni la mezquindad de los asuntos cotidianos que integran la vida de los demás. Estamos demasiado en la amplitud, en el flujo y reflujo de la respiración y de las historias. Desdeñamos los encantamientos de probada eficacia. Queremos agrandar el peligro hasta que ya no quede ningún medio para defenderse contra él, y luego, uno tras otro, aplicamos los remedios inútil y desesperadamente.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1946). [Ed. GG: pág. 114]


Cualquier frase despectiva que encuentro sobre la condición de los escritores y los poetas en general me satisface, como, hace poco, esta de Pascal: «Poete et non honnête homme». Sé muy bien cuán unilateral e injusto es este juicio, ya desde Platón; sin embargo, algo en mí me dice: «Sí, sí, ¡puf, qué asco de escritores!». Probablemente es el ansia de agradar, el apetito de fama, el pavorrealismo del escritor lo que me provoca este malestar, en tanto que no rechazo en absoluto la riqueza de sus posibilidades de metamorfosis. Buena parte de los escritores vivos a los que he conocido hasta ahora me han desagradado por uno u otro motivo; aunque tal vez esto podría explicarse por el hecho de que a uno mismo le gustaría ser el único. No obstante, lo que leo sobre escritores del pasado casi nunca me disgusta; ya se trate de los aspectos y datos más diversos, siempre me interesan'; incluso Baudelaire, cuyo modo de vivir era muy poco atractivo, se me ha vuelto una persona querida desde que sé más sobre él. Me fascinan incluso ese andar a tientas y esa inseguridad de los escritores frente a todo lo concreto. Pero lo que me conquista por completo es la riqueza y abundancia de sus ilusiones sobre todo cuanto les ocurre. Sobre las cosas que les conciernen a ellos mismos piensan por lo general de manera errónea, sólo para poder pensar todo tipo de cosas. ¿Qué es lo que resulta tan hermoso, tan subyugante? ¿La enorme profusión de sus ilusiones o lo erróneo de éstas? No me es fácil decidirlo. Pero sí sé que lo que me resulta más penoso en los hombres comunes y corrientes, en los hombres «normales», con los que nos encontramos a diario, es ver cómo todo se va imbricando perfectamente para ellos de hora en hora, y todo concuerda a corto plazo. Suben a un tranvía y llegan a su destino. Son empleados y acaban recalando realmente en su oficina. Las cosas tienen su precio y ellos lo conocen. Les gusta una mujer y se casan con ella. Caminan por calles determinadas, pero siempre para ir a algún lugar preciso, no como nosotros, que sólo amamos las calles que no nos han conducido a ningún sitio. Si los escritores sólo fueran los que «se equivocan de calle», no habría nada que decir contra ellos, pero que con esto hagan luego algo admirado en su conjunto, le quita a los extravíos la gravedad que Ies correspondería. Los escritores que mueren jóvenes no tienen la experiencia suficiente en el arte de pavonearse, de suerte que todo cuanto sabemos de ellos nos resulta entrañable. Los otros, los que se elevan hasta verse a sí mismos desde una perspectiva aérea, se vuelven más repulsivos y despreciables de año en año. Desearíamos arrancarles de la cabeza la producción artesanal de la que tanto se jactan, y de su vida los años superfluos.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1947). [Ed. GG: pp. 135-136]


Kafka carece realmente de cualquier vanidad de escritor, nunca se envanece, no puede envanecerse. Se ve pequeño y avanza a pasos cortos. Donde quiera que pone el pie, advierte la inseguridad del suelo. No nos sostiene, mientras estamos con él nada nos sostiene. Y así renuncia él al engaño y a los artificios de los escritores, cuyo brillo, que él percibía perfectamente, no encontramos en sus propias palabras. Con él tenemos que avanzar a pasos cortos y nos volvemos modestos. No hay nada en la más reciente literatura que nos vuelva tan modestos. Él reduce la ampulosidad de cualquier vida. Mientras lo leemos, nos volvemos buenos, pero sin enorgullecemos de ello. Las prédicas enorgullecen a aquellos a quienes conmueven: Kafka renuncia a la prédica. No transmite los mandatos de su padre. Una extraña obstinación, el más grande de sus dones, le permite interrumpir la concatenación de mandatos que se van transmitiendo continuamente de padres a hijos. Se sustrae a su poderío; lo que tienen de energía externa, de animalidad, se anula en él. Tanto más le preocupa, en cambio, su contenido. Los mandatos se convierten para él en reparos. Entre todos los escritores es el único que no ha sido contaminado en absoluto por el poder; no hay poder alguno, sea del tipo que sea, que él haya ejercido. Despojó a Dios de los últimos vestigios de paternidad. Y lo que queda es una red espesa e indestructible de reparos relacionados con la vida misma y no con las pretensiones de su creador. Los otros escritores imitan a Dios y se comportan como creadores. Kafka, que jamás quiere ser un dios, tampoco es nunca un niño. Lo que algunos encuentran aterrador en él, y que a mí también me inquieta, es su constante condición de adulto. Piensa sin mandar, pero también sin jugar..

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1947). [Ed. GG: pp. 142-143]


Incluso después de la Primera Guerra Mundial fue posible para algunos escritores contentarse con tomar aliento y pulir cristales; pero ahora, después de la Segunda, de las cámaras de gas y de las bombas atómicas, el ser humano exige más en su estado de amenaza y degradación extremas. Es preciso volverse hacia la brutalidad tal y como siempre ha sido y envilecerse con ella las manos y el espíritu. Hay que captar al hombre tal como es, duro e irredento. Pero no debemos permitirle que atente contra la esperanza. Esta esperanza sólo podrá surgir del más negro de los conocimientos, de lo contrario se convierte en una superstición sarcástica y acelera la caída final, cuya inminencia va siempre en aumento.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1960). [Ed. GG: pág. 270]


Repulsión ante «las guerras divinas», les guerres divines de De Maistre. La utilidad de este escritor reside en la repulsión que provoca; aquello que, por haberlo deseado y creído durante tanto tiempo, nos acaba pareciendo insulso, se vuelve otra vez importante gracias a la convicción con la que él defiende lo contrario.
De Maistre se cuenta entre los autores satíricos a despecho de sí mismos, como Aristóteles con su esclavitud o Nietzsche con su superhombre. Pero De Maistre tiene la ventaja de un lenguaje que, aunque cargado, no se presta a ningún malentendido. Comprendemos con tanta precisión lo que él defiende como si se hubiera propuesto matarlo y destruirlo. ¿De qué está «cargado» propiamente este lenguaje? Ante todo, de la seguridad concentrada de su fe: sabe lo que para él es malo y no deja la menor sombra de duda. De Maistre se cuenta entre aquellos que están totalmente seguros de tener a Dios de su parte. Su opinión tiene siempre la incandescencia de la fe, y aunque él mismo argumenta y opera con razones, éstas le resultan superfluas. Nunca escribe como un teólogo y por eso parece moderno. Lo leemos siempre como si hablase a partir de experiencias concretas del mundo. Su punto de partida es la maldad del ser humano, que constituye su convicción inquebrantable. Pero se lo concede todo al poder que deba domar esta maldad, convirtiendo al verdugo en una especie de sacerdote.
Es propia de todos los pensadores que parten de la maldad del ser humano una enorme capacidad de persuasión. Suenan experimentados, valientes y veraces. Miran a la realidad cara a cara y no temen llamarla por su nombre. Solamente más tarde nos damos cuenta de que nunca es toda la realidad, y de que sería aún más valiente ver en ella, sin falsearla ní embellecerla, el germen de otra realidad, que sería posible en otras circunstancias. Aunque esto último sólo se lo confiesa quien conoce la maldad todavía mejor, la tiene en su interior, la busca y la encuentra dentro de sí: el escritor.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1965). [Ed. GG: pág. 307]


La particularidad de Robert Walser como escritor reside en el hecho de que jamás revela sus motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre le va bien, siempre está fascinado por todo. Pero su exaltación es fría, pues hace caso omiso de una parte de su persona, de ahí que resulte también siniestra. Todo se vuelve para él naturaleza externa, y durante toda su vida niega lo más propio e íntimo en él: su miedo.
Sólo más tarde se formarán las voces que vengarán en él todo lo ocultado.
Su obra literaria es un intento incesante por silenciar el miedo. Se evade de todos lados antes de que se acumule en él demasiado miedo -su vida vagabunda- y, para salvarse, se convierte a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a otros. Su aversión profunda e instintiva hacia todo lo «elevado», hacia todo lo que tenga rango y pretensiones, lo convierte en un escritor esencial de nuestra época, asfixiada por el poder. Tememos llamarlo un «gran» escritor, siguiendo el uso normal del lenguaje, pues nada le repugna tanto como lo «grande». Él sólo se somete a la brillantez de la grandeza, no a sus pretensiones. Se complace en contemplar esa brillantez sin tomar parte en ella. No podemos leerlo sin avergonzarnos de todo lo que ha sido importante para nosotros en la vida exterior, por eso cabe decir que es un santo peculiar, no uno que se rige por preceptos caducos y vacíos.
Sus experiencias con la lucha por la existencia lo llevan a la única esfera en la que ésta ya no existe: al manicomio, el monasterio de la época moderna..

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1967). [Ed. GG: pp. 322-323]


Un escritor que busca siempre la medianía, ¿es realmente un escritor? Modera todo cuanto le llega para no salirse de sus propios límites. ¿Puede una vida que se aísla tanto saber realmente algo de la de los demás?
Las rotundidades de sus obras me resultan penosas. Él nunca me infunde terror. Siempre consigue tranquilizar al lector. Le falta el componente estremecedor, desgarrador, le falta desventura y rabia, le falta la sensación de vacío bajo sus pies, la sensación de acoso. Su ironía es placentera, su humor jamás se pasa de la raya. Le gusta ser delgado y lo considera una ventaja.

*** El corazón secreto del reloj 1973-1985. (1975). [Ed. GG: pág. 270]


Su memoria declinó y se hizo escritor. Desde que tuvo que empezar a buscarlos, SUS impresiones y recuerdos se le volvieron ajenos e inesperados. En la oscuridad cobraban color. Debía estirarse mucho para alcanzarlos. No aparecían de inmediato. Se volvían más insistentes al desfallecer, más sueltos al sumirse en el sueño. Cuando despertaban, se habían sumergido en una luz peligrosa que él jamás reconocía. Tuvo que decirse que no se había conocido a sí mismo hasta la vejez, y –muy tarde– experimentó la sed del asombro. ¿Qué asombro había sido aquel, tan familiar, de antaño?
Entonces se convirtió en un personaje ebrio de terror y finalmente se puso a prueba hasta que saltaron chispas.

*** El suplicio de las moscas, Parte VII. [Ed. GG: pp. 662-663]


La cuestión de la fe, que siempre me ha preocupado, que he querido resolver y en cuyo centro me veo de pronto instalado, Lo cierto es que mi vida depende ahora de que le crea a un hombre determinado. Pero resulta que precisamente a ese hombre, que es escritor por naturaleza, nada le resulta tan difícil como la «verdad». Estoy, como quien dice, confrontado conmigo mismo tal como yo era antes, y tengo que arrancarle la verdad absoluta a un hombre que es una especie de vicario mío. Pero él es incapaz de algo así. Necesito fe allí donde sé que no puedo encontrarla, y la antigua obsesión que me ha torturado durante decenios ha sido relevada por una nueva, no menos desesperanzada: la de la fe. Pero de esta manera puedo aproximarme más a la naturaleza de la fe: tengo que observar y anotar cada fase de esta lucha por ella. Pues el tomar conciencia de su desesperanza no le quita nada de su seriedad.

*** Hampstead. (1964). [Ed. GG: pág. 270]


A través de las novelas que por fin me he permitido leer, doy vida a los miles de personajes y situaciones que, inquietos, dormitan dentro de mí. Todo libro que esté a la altura de sus pretensiones removerá una zona distinta de la vida. Tengo que hacer esto, me digo hoy día, tengo que describir aquello, me diré mañana. ¡Hacia dónde tender la mano, si es tanto lo que despierta! Y aunque con menos fuerza, sigo sospechando que no es justo poner la mirada solamente en aquello que ha sido mi vida. ¿Lo realmente importante no es acaso quién recuerda? ¿Merece existir el recuerdo puro y simple como si, de todas formas, representara también el de los demás?
Y uno añora así los tiempos en que nada era aún experiencia y todo era intuición. Sólo los escritores que murieron muy jóvenes, como Büchner o Trakl, conservaron la pureza de su intuición. A todos los demás se les fue transformando poco a poco en experiencia. En este único aspecto puede decirse que también Kafka siguió siendo siempre el mismo; desde un principio tuvo una unidad, la de su edad, y se libró de rejuvenecer más tarde.
Pero esto, precisamente esto, es lo que me ha ocurrido.
Tuve la sabiduría de la vejez en las intuiciones de mi juventud. Y ahora, a los sesenta, recupero la locura de la juventud.
Quizá sea esta tensión peculiar la que debería yo crear, pero aún me resulta siniestra y no confío en ella. Tampoco he descubierto aún los medios formales que legitimarían su creación.
Quizá añoro demasiado la unidad que alguna vez tuve, en lugar de fragmentarme, también en mi obra, en los trozos de los que ahora me compongo.
En cuanto me concentro en uno de esos fragmentos -apenas si he empezado a hacerlo-, los otros acuden presurosos: «Aquí estamos también todos nosotros, piensa que serías un falsario si nos dejaras de lado», y yo me arredro y quedo otra vez a la espera por si se abriera un camino que permitiese captarlos simultáneamente a todos.

*** Hampstead. (1966). [Ed. GG: pp. 774-775]


Es posible que los escritores que aman la muerte jamás logren pinchar con la dureza que el odio a la muerte inspira. Como no tienen nada que objetar contra ella, su espíritu se debilita. La muerte no los molesta, por eso nada los obliga a imitarla.
Pero hay escritores que aceptan la muerte en apariencia, por pura astucia frente a ella, como Schopenhauer. En su fuero interno le guardan una profunda aversión, y esto se trasluce en su manera de escribir.

*** Hampstead. (1966). [Ed. GG: pág. 270]


Wednesday, May 22, 2013

[Letra D] - Dios


Letra D


DIOS

Si se lleva a cabo seriamente, el estudio del poder conlleva enormes peligros. Aceptamos metas erróneas en cuanto han sido alcanzadas y superadas hace tiempo. La magnanimidad y la dignidad nos llevan a disculpar allí donde menos deberíamos hacerlo. Los poderosos y los que aspiran a serlo, en todos sus disfraces, utilizan al mundo, y el mundo es para ellos todo lo que encuentran por delante. No les queda tiempo para cuestionar seriamente nada. Aquello que alguna vez engendró masas deberá ayudarlos a generar sus propias masas. Revisan, pues, la Historia buscando fértiles campos de pastoreo y se instalan al punto donde quiera que encuentren la posibilidad de engordar nuevamente. Imperios antiguos o Dios, guerra o paz, todo se ofrece a ellos, que eligen lo que más hábilmente puedan manipular. No existe ninguna diferencia real entre los poderosos; y esto resulta de pronto evidente cuando las guerras han durado ya un buen tiempo y los contrincantes tienen que equiparse entre sí por mor de su victoria. Todo es éxito, y el éxito es lo mismo en todas partes. Tan sólo ha cambiado una cosa: el número cada vez mayor de gente ha llevado a la formación de masas cada vez más grandes. Aquello que se descarga en algún lugar de la Tierra se descarga en todas partes; ningún exterminio tiene ya límites. Sin embargo, los poderosos, con sus viejos objetivos, siguen viviendo en su antiguo mundo limitado. Ellos son los verdaderos provincianos y aldeanos de esta época y no hay nada más ajeno al mundo que el realismo de los ministros y los gabinetes ministeriales, con excepción del realismo de los dictadores, que se consideran más realistas todavía. En su lucha contra las formas esclerotizadas de la fe, los ilustrados dejaron intacta una religión, la más delirante de todas: la religión del poder. Ha habido dos actitudes en relación con ella: una, a largo plazo la más peligrosa de ambas, prefería no hablar de ella y seguir practicándola tácitamente de modo tradicional, fortalecida por los modelos inagotables y, por desgracia, inmortales de la Historia. La otra, mucho más agresiva, se glorificó a sí misma primero antes de entrar en acción, presentándose públicamente como religión en lugar de las moribundas religiones del amor, a las que escarneció con violencia y malicia. Anunció: Dios es poder y todo el que puede es su profeta.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1943). [Ed. GG: pp. 41-42]


No es nada vergonzoso ni egocéntrico, es algo justo, bueno y bien fundado el que, justamente ahora, nada lo colme a uno más que la idea de la inmortalidad ¿No vemos acaso cómo hay gente que es enviada en vagones a la muerte? ¿Acaso no se ríen, no bromean y alardean para darse falsamente valor unos a otros? Y están luego los que pasan volando por encima de uno en bandadas de veinte, treinta, cien aviones cargados de bombas, cada cuarto de hora, con pocos minutos de intervalo, y a los que vemos regresar pacíficamente, centellantes a la luz del sol, como flores, como peces, tras haber destruido ciudades enteras. Ya no podemos decir «Dios»; está marcado para siempre, tiene en su frente el estigma cainita de las guerras, sólo podemos pensar en una cosa, en el único salvador: ¡la inmortalidad! Si fuera nuestra, si estuviera ya vigente, ¡qué distinto sería todo! ¡Inmortalidad! ¿Quién querría seguir asesinando? ¿A quién podría ocurrírsele asesinar si ya no hubiera nada que matar?

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1944). [Ed. GG: pág. 78-79]


Aún yacía Adán como barro en el suelo. Dios pensó: «¿Lo dejo así?». El terrón bien formado le gustó. ¿Sería malo si respirase? «Quizá no merezca que le insufle aliento.» Pues Dios era ignorante, y todo lo que creaba, quedaba libre de Él. No había nada predestinado, y cada ser iba surgiendo tal y como él mismo lo deseaba. No había piojo que no siguiera su propia y cómoda andadura. Pero también la gacela se escapaba del león cuando tenía la fuerza necesaria para hacerlo. Pues Dios nunca había pensado en dominar la Creación. Ejercía su palabra y con ella hacía cosas, y cuando éstas cobraban vida y se evadían, Él se alegraba. Tampoco quería acordarse de todo lo que hacía. Quería cosas nuevas, las únicas que lo animaban y divertían. Dios estaba solo, siempre estaba solo, y todas las noticias sobre su compañera son inventadas. Imaginémonos cómo se sentiría en su soledad, ¿Le habría resultado más llevadera a un hombre? A uno se le ocurren toda suerte de ideas estando solo, y esas ideas se convirtieron en la creación de Dios.

*** Hampstead. (1966). [Ed. GG: pág. 790-791]


Lo perverso de una obra hoy en día es su legitimación, y en esta época el idilio ha muerto para siempre. El escenario de la vida es múltiple, y lo monstruoso de sus tensiones, nuestro ejercicio cotidiano.
En lugar de Dios, quien tiene que escuchar -y reventar al hacerlo- es el desasosegado. Nadie tiene la bondad ni la amplitud suficientes para asumir la sacralidad de este siglo ante el absurdo demencial de sus víctimas, y sus mártires no pueden saber de qué lo han sido.

*** Hampstead. (1967). [Ed. GG: pág. 802]


Me irrita la obediencia a Dios de los judíos, aquello que los ha sustentado a lo largo de milenios. En sus historias más maravillosas y sabias... resurge una y otra vez esa obediencia. ¡Cuánto quiero a sus lectores, que se quedan pobres porque leen y, no obstante, son tenidos en mucho o, al menos, respetados! ¡Cómo me agrada la justicia que exigen a los hombres, su paciencia y, a menudo, su bondad! ¡Pero siempre aborrezco su obediencia ante esa interminable amenaza que es Dios! Sé que en esto soy un hijo de mi tiempo. Demasiada obediencia he presenciado, y ya ni siquiera puede decirse que la prestada a Dios fuera la más obediente, aunque siempre era ejemplar, con menos no querrían darse por satisfechos los poderosos; las reverencias que yo solía ver de niño se repetían ante los amos visibles con un efecto terrible.
Pero ¿es acaso posible oponerse a los amos visibles sin ningún amo invisible?
Una pregunta atroz.

*** Hampstead. (1970). [Ed. GG: pág. 840]


Que la esperanza ya sólo radica en lo fragmentario, que ya una totalidad de la vida sólo se halla en'To fragmentario, donde se desparrama y vuelve sobre sí con una velocidad diabólica. Que se ha vuelto más difícil escapar al peso de lo consumado, sin interpretarlo equivocadamente. Que percibimos chispas antes de que sean fuego sin apagarlas. Que no se teme el discurso que provoca todo, pero que no provoca nada él mismo y que, sin embargo, no calla. Que no se recorta la vida, a pesar de su carácter problemático. Que se la busca por todas partes, pero no en los caminos trillados. Que dejamos que el cielo sea el cielo, sin Dios, acribillado por telescopios, ultrajado por la destrucción más despiadada y que aún amamos la superficie de la Tierra, donde no ha sido socavada. Que nos permitimos como nadie ensalzar la fragmentación por sus ventajas, sin renunciar a las partículas, y que sostenemos cada una de ellas y reflexionamos, como si se tratara del todo, que no puede ser. Que nos inclinamos para no ver lo grande y dejamos que exista lo pequeño sin inflarlo. Que estamos de pie, porque es demasiado fácil estar tumbados; que no nos sentamos encima de nadie, pero salvamos la constancia del estar sentado, percibimos todos los ojos, captamos todas las voces y cuando se pierde su origen les respondemos en nuestro interior. Que adivinamos lo que las voces no pueden decir, que no enterramos ojos quebrados, sentimos todas las heridas y sólo desdeñamos las propias. Que no le reprochamos a la fe lo que siempre fue creído equivocadamente y que encuentra en los añicos del error la esperanza. Que no se arroja a la nada a nadie que estuviera allí a gusto. Que únicamente visitamos la nada para hallar el camino que conduce fuera de ella y mostrar el camino a cada cual. Que perseveramos en el dolor y en la desesperación para aprender cómo sacar a otros de ellos, pero no por desprecio de la felicidad que corres.

*** Hampstead. (1971). [Ed. GG: pág. 854]


Que la esperanza ya sólo radica en lo fragmentario, que ya una totalidad de la vida sólo se halla en'To fragmentario, donde se desparrama y vuelve sobre sí con una velocidad diabólica. Que se ha vuelto más difícil escapar al peso de lo consumado, sin interpretarlo equivocadamente. Que percibimos chispas antes de que sean fuego sin apagarlas. Que no se teme el discurso que provoca todo, pero que no provoca nada él mismo y que, sin embargo, no calla. Que no se recorta la vida, a pesar de su carácter problemático. Que se la busca por todas partes, pero no en los caminos trillados. Que dejamos que el cielo sea el cielo, sin Dios, acribillado por telescopios, ultrajado por la destrucción más despiadada y que aún amamos la superficie de la Tierra, donde no ha sido socavada. Que nos permitimos como nadie ensalzar la fragmentación por sus ventajas, sin renunciar a las partículas, y que sostenemos cada una de ellas y reflexionamos, como si se tratara del todo, que no puede ser. Que nos inclinamos para no ver lo grande y dejamos que exista lo pequeño sin inflarlo. Que estamos de pie, porque es demasiado fácil estar tumbados; que no nos sentamos encima de nadie, pero salvamos la constancia del estar sentado, percibimos todos los ojos, captamos todas las voces y cuando se pierde su origen les respondemos en nuestro interior. Que adivinamos lo que las voces no pueden decir, que no enterramos ojos quebrados, sentimos todas las heridas y sólo desdeñamos las propias. Que no le reprochamos a la fe lo que siempre fue creído equivocadamente y que encuentra en los añicos del error la esperanza. Que no se arroja a la nada a nadie que estuviera allí a gusto. Que únicamente visitamos la nada para hallar el camino que conduce fuera de ella y mostrar el camino a cada cual. Que perseveramos en el dolor y en la desesperación para aprender cómo sacar a otros de ellos, pero no por desprecio de la felicidad que corresponde a las criaturas, a pesar de que se desfiguran y desgarran mutuamente.

*** Apuntes 1973-1984. (1975). [Ed. GG: pp. 880-881]


¡Qué manuales de filosofía tan destilados, fríos y fragmentados leíamos de jóvenes! Gracias al lenguaje incoloro de sus autores todas las filosofías acababan siendo la misma. No habría hecho falta leer nada. Al final era uno el mismo que al principio, no daba ningún traspié, seguía leyendo sin entusiasmo. Era como haberle estrechado la mano a Dios, amablemente, y basta.
¡Qué impacto causaban, en cambio, los presocráticos, sus verdaderos fragmentos! No eran castrados por ninguna explicación. Seguían siendo asombrosos, inverosímiles, aterradores, aniquiladores. No había frase excesivamente piadosa, aunque estuviera pensada para apaciguar. La piedad llegaba como un rayo, no como una lluvia suave. Era algo perturbador, que jamás se superaba. No muchos nombres, pero todos como puñales.

*** Apuntes 1992-1993. (1993). [Ed. GG: pp. 1060-10611]


La unidad en la multiplicidad sería lo último y lo máximo que Dios habría logrado. Pero hace algunos milenios que los hombres se han habituado a separar en su Dios la unidad y la diversidad. En consecuencia, éste ha dejado de ser un Dios pleno y se ha convertido en un prototipo del poder; y a partir de ahí ellos han quedado expuestos su propia, aleatoria e informe multiplicidad.. [Cfr. p. 122, antes de «No hay nada más feo que los instintos...»]

[(...)Sin palabras, él hubiera podido siempre hacerlo todo.
Imaginar lo que los animales encontrarían de loable en nosotros. pág.122 antes de «No hay nada más feo...»]


*** Anexo 2. De «Apuntes 1942-1948». (1946). [Ed. GG: pág. 1116]

Tuesday, May 14, 2013

[Letra C] - Ciencia / Conocimiento



CIENCIA

La ciencia se ha traicionado al volverse un fin en sí misma. Se ha convertido en una religión, en la religión del asesinar, y pretende hacer creer que ha habido un progreso desde las religiones tradicionales del morir a esta religión del asesinar. Muy pronto habrá que poner a la ciencia bajo la soberanía de un impulso superior que, sin destruirla, la reduzca a la condición de sierva. Para este sometimiento no queda mucho tiempo. La misma ciencia se complace como religión y se apresura a exterminar a los hombres antes de que tengan valor para destronarla. Así, el saber es realmente poder, pero un poder furibundo y adorado sin pudor alguno; sus adoradores se contentan con un poco de caspa o unos cuantos pelos suyos y, si no pueden conseguir otra cosa, con las huellas de sus pesados pies, artificiales.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1943). [Ed. GG: pp. 34-35]

Sensación de congoja y extrañeza al leer a Aristóteles. La lectura del primer libro de la Política, en el que defiende la esclavitud a toda costa, le produce a uno la impresión de estar leyendo el «Martillo de las brujas». Otro aire, otro clima, y un orden totalmente diferente. El grado de dependencia de las ciencias con respecto a las clasificaciones aristotélicas, incluso en nuestros días, se convierte en una pesadilla cuando conocemos la parte «anticuada» de sus opiniones, que sin embargo soportan a aquellas que aún siguen siendo válidas. Podría ser perfectamente posible que el mismo Aristóteles, cuya autoridad fue la culpable del estancamiento de las ciencias naturales durante la Edad Media, haya seguido ejerciendo de otra forma su efecto pernicioso, cuando su autoridad ya se había resquebrajado. Llama la atención la notable similitud entre el aristotelismo y el avance paralelo de las actividades científicas modernas, su frío tecnicismo y la especialización de las distintas ramas del saber. La especial naturaleza de la ambición aristotélica ha determinado la organización de nuestras universidades. A Aristóteles solo corresponde una universidad moderna en su totalidad. La investigación como fin en sí misma, tal y como él la practica, no es realmente objetiva. Para el investigador sólo significa no dejarse arrastrar por nada de lo que emprenda. Excluye el entusiasmo y la metamorfosis del ser humano. Quiere que el cuerpo no advierta lo que hacen las puntas de los dedos. Todo lo que uno es, lo es al margen de cómo desarrolle su actividad científica. Lo único en verdad legítimo es la curiosidad y una extraña capacidad de crear espacio para todo cuanto la curiosidad almacene. El ingenioso sistema de casilleros que el investigador crea dentro de sí se va llenando con todo aquello que la curiosidad señala. Basta con que encuentre algo para que lo meta en su casillero, donde deberá permanecer muerto e inmóvil. Aristóteles, un ser omnívoro, demuestra al hombre que nada es incomible, siempre que uno sepa encuadrarlo en un orden. Las cosas expuestas en sus colecciones, estén o no vivas, son meros objetos y sirven a algún fin, aunque sólo sea el de mostrar cuán perniciosas son.
Su pensamiento es, en primerísima línea, el arte de compartimentar. Tiene un sentido muy desarrollado de las jerarquías, los rangos y las relaciones de parentesco, y en todo lo que investiga introduce algo así como un sistema de jerarquías. Al compartimentar, lo que le interesa es la uniformidad y la pulcritud, y no tanto la veracidad. Es un pensador incapaz de soñar (todo lo contrario de Platón), hace gala abiertamente de su desprecio por los mitos, y hasta los poetas son para él algo útil, no los valora de otro modo. Incluso ahora hay personas que no pueden aproximarse a un objeto sin aplicarle los encasillamientos aristotélicos. Y más de uno piensa que en los casilleros y gavetas de Aristóteles las cosas tienen un aspecto más claro, cuando en realidad allí sólo están más muertas.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1943). [Ed. GG: pp. 48-49]


Es mejor para mí leer sobre los pueblos primitivos que verlos directamente. Un solo pigmeo de África me sugeriría más preguntas desconcertantes que las que la ciencia permitiría plantear en los próximos cien años. Pienso con desdén sobre la realidad tan sólo porque me impresiona terriblemente. Pues no se trata, en absoluto, de aquello que los demás denominan realidad, no es ni rígida ni inmutable, ni acción ni cosa; es como una selva virgen que va creciendo ante mis ojos y en la que, mientras crece, acontece todo cuanto forma parte de la vida de una selva virgen. Así pues, debo cuidarme mucho de un exceso de realidad, o bien mis selvas vírgenes me harían estallar. Nos vamos procurando la realidad en forma más atenuada y todavía soportable mediante imágenes y descripciones. También éstas cobran vida en nosotros, pero tienen un ritmo de crecimiento más lento. Son más tranquilas y dispersas y se palpan con cautela unas a otras. Tardan largo tiempo en encontrarse. Pero, sobre todo, les falta el ímpetu fogoso con que la realidad se nos echa encima, un animal depredador, hermoso y reluciente que devora al ser humano.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1943). [Ed. GG: pp. 69-70]

Hay en la ciencia una «modestia» que me resulta mucho más insoportable que la arrogancia. Los «modestos» se ocultan detrás de la metodología y convierten las clasificaciones y delimitaciones en lo más importante de la experiencia. A menudo es como si dijeran: «Lo importante no es lo que encontramos, sino la manera como catalogamos lo que no hemos encontrado».

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1955). [Ed. GG: pág. 218]


CONOCIMIENTO

Con los terribles acontecimientos de Alemania, la vida ha adquirido una nueva responsabilidad. Antes, durante la guerra, él estaba totalmente solo. Lo que pensaba era pensado para todos; puede que en un futuro hubiera de comparecer ante un tribunal a causa de ello, pero a ninguno de los que vivían entonces le debía justificación alguna. Habían pasado por demasiadas cosas, se contentaban con ráfagas de vida, respirar plenamente no les era posible, habían fracasado> Por aquel entonces no le parecía mayormente significativo pensar y escribir en lengua alemana. En cualquier otra hubiera encontrado lo mismo, el azar le había elegido ésta. Le resultaba dócil, podía servirse de ella, aún era rica y oscura, no demasiado lisa para las cosas más profundas cuyas huellas él seguía, no demasiado china, ni demasiado inglesa; el componente pedagógico-moral –que, por supuesto, también le interesaba– no le cerraba el camino hacia ciertos conocimientos, más bien emanaba de ellos. A su manera, la lengua lo era todo, pero no era nada en comparación con la libertad de él.
Hoy en día, con el hundimiento de Alemania, todo esto ha cambiado para él. Allí la gente saldrá muy pronto en busca de la lengua que les han robado y desfigurado. Quien la haya mantenido pura en los tiempos del máximo frenesí, tendrá que entregarla. Es cierto que él sigue viviendo para todos y que siempre tendrá que vivir solo, responsable ante sí mismo como instancia suprema: pero ahora Les debe a los alemanes su lengua; él la ha mantenido limpia, pero ahora también tiene que entregarla, con amor y gratitud, con intereses e intereses acumulados..

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1945). [Ed. GG: pp. 95-96]

Espíritus que iluminan y espíritus que ordenan. Heráclito y Aristóteles como casos extremos.
El espíritu que ilumina es similar al rayo, se mueve velozmente a través de grandes espacios. Lo deja todo de lado y va en pos de una sola cosa, que él' mismo no conoce antes de haberla iluminado. Su eficacia empieza cuando cae como un rayo. Sin un mínimo de destrucción y de temor no adquiere ninguna forma para el hombre. La iluminación sola es demasiado ilimitada e informe. El destino del nuevo conocimiento depende del punto en el que caiga el rayo, para el cual el hombre es todavía tierra virgen en su mayor parte.
Lo iluminado se les deja luego a los que ordenan, cuyas operaciones son tan lentas como rápidas eran las de los otros. Son los cartógrafos de los rayos que van cayendo, de los cuales desconfían. Con su actividad intentan impedir que caigan nuevos rayos.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1961). [Ed. GG: pp. 283-284]

Toca demasiados instrumentos a la vez. Pero pensar no es componer. En el pensar hay algo que se lleva al extremo sin ningún miramiento. El proceso del conocimiento consiste en primer término en tirarlo todo por la borda para llegar más rápida y fácilmente a la meta presentida. A. no puede arrojar nada por la borda. Siempre se arrastra todo él consigo. No llega a ninguna parte.
Todo cuanto sabe lo tiene siempre presente. Llama a todas las puertas y no entra en ningún sitio. Como ha llamado, cree que ha estado ahí.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1962). [Ed. GG: pág. 287]

¿Serán acaso las expectativas de un niño las que aún tengo dentro de mí cuando advierto una grieta en la corteza de un hombre y siento de pronto: no todo está perdido, con un poco de ayuda se puede hacer que un corazón detenido palpite de nuevo?
Cierto es que cada día soy más consciente de tener un conocimiento terriblemente preciso del ser humano; pero lo que me interesa no es este conocimiento, que puede tenerlo cualquiera que haya vivido bastante. Me interesa lo que lo refuta y aniquila. Con gusto convertiría yo a un usurero en un benefactor y a un contable en un escritor. Me interesa el salto, la metamorfosis que sorprende.
Nunca he perdido la esperanza, a menudo intento castigarme por ella y la hago víctima, cruelmente, de mi escarnio. Pero ella sigue viviendo en mí, intangible.
Puede que sea tan ridícula como aquella otra, mucho mayor, aquella esperanza enorme de que un muerto pudiera plantarse de pronto ante mí sin que se trate de un sueño.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1971). [Ed. GG: pág. 380]

El omnisciente se pierde en el reino cada vez más grande de su ignorancia. Todos los conocimientos nuevos que he ido adquiriendo me han llegado directamente a partir de la observación de un único fenómeno concreto, no mediante la comparación ni el acopio de cientos de documentos sobre un mismo fenómeno. Nadie piensa estadísticamente; cuando están en juego cuestiones más profundas, no hay método estadístico que valga. Además, debo tener el valor de elegir lo que me parezca importante y significativo. Debo arriesgarme a que todos los especialistas de todos los ámbitos me desacrediten tildándome de ignorante. Debo superar ese vano deseo de querer saberlo todo que me ha perseguido desde niño.

*** Hampstead. (1957-1959). [Ed. GG: pág. 715]

Ese instinto con el que ha descartado todo lo técnico como conocimiento y logro. No es que rechace las comodidades habituales, las utiliza, y ellas le aligeran y amenizan la vida. Pero se niega a reflexionar sobre ellas, es como un griego, no les concede rango alguno y las trata como esclavas.
Así ha permanecido libre para todos los enigmas de siempre, y se rompe dientes y huesos contra ellos.

*** Hampstead. (1971). [Ed. GG: pág. 854]

Si hay algo que pudiera justificar la aparición y el empleo del poder sería la creación de una nueva forma de poder ahora: la del poder de la prevención.
No hay que confundirlo con el viejo poder de la prohibición. Éste ha fracasado. Pero hay que analizarlo a fondo para que comprendamos en qué ha consistido su insuficiencia. La prohibición es mezquina y, además, se ha vulgarizado. Sirve para todo, cualquier respeto ante ella se ha volatilizado.
El poder de la prevención tendría que preservarse espacio. Para el poder de la prevención es necesario el conocimiento. Ha de renovarse continuamente. No se deja manejar automáticamente. Contiene una negación de la muerte y extrae de ella su fuerza. Cualquier extensión del ámbito de la muerte despierta su alarma.

*** Apuntes 1973-1984. (1981). [Ed. GG: pág. 928]