Letra E
ESCRITOR
La máxima tentación
espiritual de mi vida, la única contra la que tengo que librar una durísima
batalla, es la de ser totalmente judío. El Antiguo Testamento, donde quiera que
lo abra, me deja subyugado. Prácticamente en cada pasaje descubro algo que se
adecúa a mí. Me gustaría llamarme Noé o Abraham, aunque también mi propio
nombre me llena de orgullo. Cuando emprendo el riesgo de sumergirme en las
historias de José o de David, intento decirme que ambos me fascinan en cuanto
escritor, y ¿a qué escritor no le habrían fascinado? Pero no es cierto, lo
cierto es que hay mucho más. Pues ¿por qué volví a encontrar en la Biblia mi
sueño de la futura longevidad de los hombres en forma de lista de los antiguos
patriarcas, como pasado? ¿Por qué el salmista odia a la muerte como sólo yo la
aborrezco? He despreciado a mis amigos cuando renunciaban a la tentación de
integrarse a diversos pueblos y volvían ciegamente a ser judíos, nada más que
judíos. ¡Qué difícil me resulta ahora no imitarlos! Los nuevos muertos, los que
han muerto mucho antes de que les llegara su hora, nos suplican con
insistencia, y ¿quién tendría corazón para decirles que no? Pero ¿no están
acaso los nuevos muertos en todas partes, en todos los bandos, en todos los
pueblos? ¿Debo acaso cerrarme a los rusos porque hay judíos? ¿A los chinos
porque están lejos? ¿A los alemanes porque están poseídos por el demonio? ¿No
puedo seguir perteneciendo a todos ellos, como hasta ahora, y sin embargo ser
judío?.
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La provincia del hombre 1943-1972. (1944). [Ed. GG: pág. 77]
El más ínfimo suceso
adverso se acaba convirtiendo en catástrofe cuando lo abordamos con toda la
fuerza de un escritor, nunca agotada ni vivida hasta el fondo. Le arrojamos
montañas de personajes e interpretaciones, aun cuando cualquier mísera palabra
práctica podría domeñarlo; son los propios esfuerzos los que lo van haciendo
grande y desolado. No tenemos la capacidad de adaptación ni la mezquindad de
los asuntos cotidianos que integran la vida de los demás. Estamos demasiado en
la amplitud, en el flujo y reflujo de la respiración y de las historias.
Desdeñamos los encantamientos de probada eficacia. Queremos agrandar el peligro
hasta que ya no quede ningún medio para defenderse contra él, y luego, uno tras
otro, aplicamos los remedios inútil y desesperadamente.
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La provincia del hombre 1943-1972. (1946). [Ed. GG: pág. 114]
Cualquier frase despectiva
que encuentro sobre la condición de los escritores y los poetas en general me
satisface, como, hace poco, esta de Pascal: «Poete et non honnête homme». Sé
muy bien cuán unilateral e injusto es este juicio, ya desde Platón; sin
embargo, algo en mí me dice: «Sí, sí, ¡puf, qué asco de escritores!».
Probablemente es el ansia de agradar, el apetito de fama, el pavorrealismo del
escritor lo que me provoca este malestar, en tanto que no rechazo en absoluto
la riqueza de sus posibilidades de metamorfosis. Buena parte de los escritores
vivos a los que he conocido hasta ahora me han desagradado por uno u otro
motivo; aunque tal vez esto podría explicarse por el hecho de que a uno mismo
le gustaría ser el único. No obstante, lo que leo sobre escritores del pasado
casi nunca me disgusta; ya se trate de los aspectos y datos más diversos,
siempre me interesan'; incluso Baudelaire, cuyo modo de vivir era muy poco
atractivo, se me ha vuelto una persona querida desde que sé más sobre él. Me
fascinan incluso ese andar a tientas y esa inseguridad de los escritores frente
a todo lo concreto. Pero lo que me conquista por completo es la riqueza y
abundancia de sus ilusiones sobre todo cuanto les ocurre. Sobre las cosas que
les conciernen a ellos mismos piensan por lo general de manera errónea, sólo
para poder pensar todo tipo de cosas. ¿Qué es lo que resulta tan hermoso, tan
subyugante? ¿La enorme profusión de sus ilusiones o lo erróneo de éstas? No me
es fácil decidirlo. Pero sí sé que lo que me resulta más penoso en los hombres
comunes y corrientes, en los hombres «normales», con los que nos encontramos a
diario, es ver cómo todo se va imbricando perfectamente para ellos de hora en
hora, y todo concuerda a corto plazo. Suben a un tranvía y llegan a su destino.
Son empleados y acaban recalando realmente en su oficina. Las cosas tienen su
precio y ellos lo conocen. Les gusta una mujer y se casan con ella. Caminan por
calles determinadas, pero siempre para ir a algún lugar preciso, no como
nosotros, que sólo amamos las calles que no nos han conducido a ningún sitio.
Si los escritores sólo fueran los que «se equivocan de calle», no habría nada
que decir contra ellos, pero que con esto hagan luego algo admirado en su
conjunto, le quita a los extravíos la gravedad que Ies correspondería. Los
escritores que mueren jóvenes no tienen la experiencia suficiente en el arte de
pavonearse, de suerte que todo cuanto sabemos de ellos nos resulta entrañable.
Los otros, los que se elevan hasta verse a sí mismos desde una perspectiva
aérea, se vuelven más repulsivos y despreciables de año en año. Desearíamos
arrancarles de la cabeza la producción artesanal de la que tanto se jactan, y
de su vida los años superfluos.
***
La provincia del hombre 1943-1972. (1947). [Ed. GG: pp. 135-136]
Kafka carece realmente de
cualquier vanidad de escritor, nunca se envanece, no puede envanecerse. Se ve
pequeño y avanza a pasos cortos. Donde quiera que pone el pie, advierte la
inseguridad del suelo. No nos sostiene, mientras estamos con él nada nos
sostiene. Y así renuncia él al engaño y a los artificios de los escritores,
cuyo brillo, que él percibía perfectamente, no encontramos en sus propias
palabras. Con él tenemos que avanzar a pasos cortos y nos volvemos modestos. No
hay nada en la más reciente literatura que nos vuelva tan modestos. Él reduce
la ampulosidad de cualquier vida. Mientras lo leemos, nos volvemos buenos, pero
sin enorgullecemos de ello. Las prédicas enorgullecen a aquellos a quienes
conmueven: Kafka renuncia a la prédica. No transmite los mandatos de su padre.
Una extraña obstinación, el más grande de sus dones, le permite interrumpir la
concatenación de mandatos que se van transmitiendo continuamente de padres a
hijos. Se sustrae a su poderío; lo que tienen de energía externa, de
animalidad, se anula en él. Tanto más le preocupa, en cambio, su contenido. Los
mandatos se convierten para él en reparos. Entre todos los escritores es el
único que no ha sido contaminado en absoluto por el poder; no hay poder alguno,
sea del tipo que sea, que él haya ejercido. Despojó a Dios de los últimos
vestigios de paternidad. Y lo que queda es una red espesa e indestructible de
reparos relacionados con la vida misma y no con las pretensiones de su creador.
Los otros escritores imitan a Dios y se comportan como creadores. Kafka, que
jamás quiere ser un dios, tampoco es nunca un niño. Lo que algunos encuentran
aterrador en él, y que a mí también me inquieta, es su constante condición de
adulto. Piensa sin mandar, pero también sin jugar..
***
La provincia del hombre 1943-1972. (1947). [Ed. GG: pp. 142-143]
Incluso después de la
Primera Guerra Mundial fue posible para algunos escritores contentarse con
tomar aliento y pulir cristales; pero ahora, después de la Segunda, de las
cámaras de gas y de las bombas atómicas, el ser humano exige más en su estado
de amenaza y degradación extremas. Es preciso volverse hacia la brutalidad tal
y como siempre ha sido y envilecerse con ella las manos y el espíritu. Hay que
captar al hombre tal como es, duro e irredento. Pero no debemos permitirle que
atente contra la esperanza. Esta esperanza sólo podrá surgir del más negro de
los conocimientos, de lo contrario se convierte en una superstición sarcástica
y acelera la caída final, cuya inminencia va siempre en aumento.
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La provincia del hombre 1943-1972. (1960). [Ed. GG: pág. 270]
Repulsión ante «las guerras
divinas», les guerres divines de De
Maistre. La utilidad de este escritor reside en la repulsión que provoca;
aquello que, por haberlo deseado y creído durante tanto tiempo, nos acaba
pareciendo insulso, se vuelve otra vez importante gracias a la convicción con la
que él defiende lo contrario.
De Maistre se cuenta entre
los autores satíricos a despecho de sí mismos, como Aristóteles con su
esclavitud o Nietzsche con su superhombre. Pero De Maistre tiene la ventaja de
un lenguaje que, aunque cargado, no se presta a ningún malentendido.
Comprendemos con tanta precisión lo que él defiende como si se hubiera
propuesto matarlo y destruirlo. ¿De qué está «cargado» propiamente este
lenguaje? Ante todo, de la seguridad concentrada de su fe: sabe lo que para él es malo y no deja la menor sombra de duda. De
Maistre se cuenta entre aquellos que están totalmente seguros de tener a Dios
de su parte. Su opinión tiene siempre la incandescencia de la fe, y aunque él
mismo argumenta y opera con razones, éstas le resultan superfluas. Nunca
escribe como un teólogo y por eso parece moderno. Lo leemos siempre como si
hablase a partir de experiencias concretas del mundo. Su punto de partida es la
maldad del ser humano, que constituye su convicción inquebrantable. Pero se lo
concede todo al poder que deba domar esta maldad, convirtiendo al verdugo en
una especie de sacerdote.
Es propia de todos los
pensadores que parten de la maldad del ser humano una enorme capacidad de
persuasión. Suenan experimentados, valientes y veraces. Miran a la realidad
cara a cara y no temen llamarla por su nombre. Solamente más tarde nos damos
cuenta de que nunca es toda la realidad, y de que sería aún más valiente ver en
ella, sin falsearla ní embellecerla, el germen de otra realidad, que sería
posible en otras circunstancias. Aunque esto último sólo se lo confiesa quien
conoce la maldad todavía mejor, la tiene en su interior, la busca y la
encuentra dentro de sí: el escritor.
***
La provincia del hombre 1943-1972. (1965). [Ed. GG: pág. 307]
La particularidad de Robert Walser como escritor reside en el
hecho de que jamás revela sus motivaciones. Es el más oculto de todos los
escritores. Siempre le va bien, siempre está fascinado por todo. Pero su
exaltación es fría, pues hace caso omiso de una parte de su persona, de ahí que
resulte también siniestra. Todo se vuelve para él naturaleza externa, y durante toda su vida niega lo
más propio e íntimo en él: su miedo.
Sólo más tarde se formarán
las voces que vengarán en él todo lo ocultado.
Su obra literaria es un
intento incesante por silenciar el miedo. Se evade de todos lados antes de que
se acumule en él demasiado miedo -su vida vagabunda- y, para salvarse, se
convierte a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a otros. Su aversión profunda
e instintiva hacia todo lo «elevado», hacia todo lo que tenga rango y
pretensiones, lo convierte en un escritor esencial de nuestra época, asfixiada
por el poder. Tememos llamarlo un «gran» escritor, siguiendo el uso normal del
lenguaje, pues nada le repugna tanto como lo «grande». Él sólo se somete a la
brillantez de la grandeza, no a sus pretensiones. Se complace en contemplar esa
brillantez sin tomar parte en ella. No podemos leerlo sin avergonzarnos de todo
lo que ha sido importante para nosotros en la vida exterior, por eso cabe decir
que es un santo peculiar, no uno que se rige por preceptos caducos y vacíos.
Sus experiencias con la
lucha por la existencia lo llevan a la única esfera en la que ésta ya no
existe: al manicomio, el monasterio de la época moderna..
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La provincia del hombre 1943-1972. (1967). [Ed. GG: pp. 322-323]
Un escritor que busca
siempre la medianía, ¿es realmente un escritor? Modera todo cuanto le llega
para no salirse de sus propios límites. ¿Puede una vida que se aísla tanto
saber realmente algo de la de los demás?
Las rotundidades de sus
obras me resultan penosas. Él nunca me infunde terror. Siempre consigue
tranquilizar al lector. Le falta el componente estremecedor, desgarrador, le
falta desventura y rabia, le falta la sensación de vacío bajo sus pies, la
sensación de acoso. Su ironía es placentera, su humor jamás se pasa de la raya.
Le gusta ser delgado y lo considera una ventaja.
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El corazón secreto del reloj 1973-1985. (1975). [Ed. GG: pág. 270]
Su memoria declinó y se
hizo escritor. Desde que tuvo que empezar a buscarlos, SUS impresiones y
recuerdos se le volvieron ajenos e inesperados. En la oscuridad cobraban color.
Debía estirarse mucho para alcanzarlos. No aparecían de inmediato. Se volvían
más insistentes al desfallecer, más sueltos al sumirse en el sueño. Cuando
despertaban, se habían sumergido en una luz peligrosa que él jamás reconocía.
Tuvo que decirse que no se había conocido a sí mismo hasta la vejez, y –muy
tarde– experimentó la sed del
asombro. ¿Qué asombro había sido aquel, tan familiar, de antaño?
Entonces se convirtió en un
personaje ebrio de terror y finalmente se puso a prueba hasta que saltaron
chispas.
***
El suplicio de las moscas, Parte VII. [Ed. GG: pp. 662-663]
La cuestión de la fe, que
siempre me ha preocupado, que he querido resolver y en cuyo centro me veo de
pronto instalado, Lo cierto es que mi vida depende ahora de que le crea a un
hombre determinado. Pero resulta que precisamente a ese hombre, que es escritor
por naturaleza, nada le resulta tan difícil como la «verdad». Estoy, como quien
dice, confrontado conmigo mismo tal como yo era antes, y tengo que arrancarle
la verdad absoluta a un hombre que es una especie de vicario mío. Pero él es
incapaz de algo así. Necesito fe allí donde sé que no puedo encontrarla, y la
antigua obsesión que me ha torturado durante decenios ha sido relevada por una
nueva, no menos desesperanzada: la de la fe. Pero de esta manera puedo
aproximarme más a la naturaleza de la fe: tengo que observar y anotar cada fase
de esta lucha por ella. Pues el tomar conciencia de su desesperanza no le quita
nada de su seriedad.
***
Hampstead. (1964). [Ed. GG: pág. 270]
A través de las novelas que
por fin me he permitido leer, doy vida a los miles de personajes y situaciones
que, inquietos, dormitan dentro de mí. Todo libro que esté a la altura de sus
pretensiones removerá una zona distinta de la vida. Tengo que hacer esto, me
digo hoy día, tengo que describir aquello, me diré mañana. ¡Hacia dónde tender
la mano, si es tanto lo que despierta! Y aunque con menos fuerza, sigo
sospechando que no es justo poner la mirada solamente en aquello que ha sido mi
vida. ¿Lo realmente importante no es acaso quién recuerda? ¿Merece existir el
recuerdo puro y simple como si, de todas formas, representara también el de los
demás?
Y uno añora así los tiempos
en que nada era aún experiencia y todo era intuición. Sólo los escritores que
murieron muy jóvenes, como Büchner o Trakl, conservaron la pureza de su
intuición. A todos los demás se les fue transformando poco a poco en
experiencia. En este único aspecto puede decirse que también Kafka siguió
siendo siempre el mismo; desde un principio tuvo una unidad, la de su edad, y
se libró de rejuvenecer más tarde.
Pero esto, precisamente
esto, es lo que me ha ocurrido.
Tuve la sabiduría de la
vejez en las intuiciones de mi juventud. Y ahora, a los sesenta, recupero la locura
de la juventud.
Quizá sea esta tensión
peculiar la que debería yo crear, pero aún me resulta siniestra y no confío en
ella. Tampoco he descubierto aún los medios formales que legitimarían su
creación.
Quizá añoro demasiado la
unidad que alguna vez tuve, en lugar de fragmentarme, también en mi obra, en
los trozos de los que ahora me compongo.
En cuanto me concentro en
uno de esos fragmentos -apenas si he empezado a hacerlo-, los otros acuden
presurosos: «Aquí estamos también todos nosotros, piensa que serías un falsario
si nos dejaras de lado», y yo me arredro y quedo otra vez a la espera por si se
abriera un camino que permitiese captarlos simultáneamente a todos.
***
Hampstead. (1966). [Ed. GG: pp. 774-775]
Es posible que los
escritores que aman la muerte jamás logren pinchar con la dureza que el odio a
la muerte inspira. Como no tienen nada que objetar contra ella, su espíritu se
debilita. La muerte no los molesta, por eso nada los obliga a imitarla.
Pero hay escritores que
aceptan la muerte en apariencia, por
pura astucia frente a ella, como Schopenhauer. En su fuero interno le guardan
una profunda aversión, y esto se trasluce en su manera de escribir.
***
Hampstead. (1966). [Ed. GG: pág. 270]
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