Wednesday, May 29, 2013

[Letra E] - Escritor


Letra E


ESCRITOR

La máxima tentación espiritual de mi vida, la única contra la que tengo que librar una durísima batalla, es la de ser totalmente judío. El Antiguo Testamento, donde quiera que lo abra, me deja subyugado. Prácticamente en cada pasaje descubro algo que se adecúa a mí. Me gustaría llamarme Noé o Abraham, aunque también mi propio nombre me llena de orgullo. Cuando emprendo el riesgo de sumergirme en las historias de José o de David, intento decirme que ambos me fascinan en cuanto escritor, y ¿a qué escritor no le habrían fascinado? Pero no es cierto, lo cierto es que hay mucho más. Pues ¿por qué volví a encontrar en la Biblia mi sueño de la futura longevidad de los hombres en forma de lista de los antiguos patriarcas, como pasado? ¿Por qué el salmista odia a la muerte como sólo yo la aborrezco? He despreciado a mis amigos cuando renunciaban a la tentación de integrarse a diversos pueblos y volvían ciegamente a ser judíos, nada más que judíos. ¡Qué difícil me resulta ahora no imitarlos! Los nuevos muertos, los que han muerto mucho antes de que les llegara su hora, nos suplican con insistencia, y ¿quién tendría corazón para decirles que no? Pero ¿no están acaso los nuevos muertos en todas partes, en todos los bandos, en todos los pueblos? ¿Debo acaso cerrarme a los rusos porque hay judíos? ¿A los chinos porque están lejos? ¿A los alemanes porque están poseídos por el demonio? ¿No puedo seguir perteneciendo a todos ellos, como hasta ahora, y sin embargo ser judío?.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1944). [Ed. GG: pág. 77]


El más ínfimo suceso adverso se acaba convirtiendo en catástrofe cuando lo abordamos con toda la fuerza de un escritor, nunca agotada ni vivida hasta el fondo. Le arrojamos montañas de personajes e interpretaciones, aun cuando cualquier mísera palabra práctica podría domeñarlo; son los propios esfuerzos los que lo van haciendo grande y desolado. No tenemos la capacidad de adaptación ni la mezquindad de los asuntos cotidianos que integran la vida de los demás. Estamos demasiado en la amplitud, en el flujo y reflujo de la respiración y de las historias. Desdeñamos los encantamientos de probada eficacia. Queremos agrandar el peligro hasta que ya no quede ningún medio para defenderse contra él, y luego, uno tras otro, aplicamos los remedios inútil y desesperadamente.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1946). [Ed. GG: pág. 114]


Cualquier frase despectiva que encuentro sobre la condición de los escritores y los poetas en general me satisface, como, hace poco, esta de Pascal: «Poete et non honnête homme». Sé muy bien cuán unilateral e injusto es este juicio, ya desde Platón; sin embargo, algo en mí me dice: «Sí, sí, ¡puf, qué asco de escritores!». Probablemente es el ansia de agradar, el apetito de fama, el pavorrealismo del escritor lo que me provoca este malestar, en tanto que no rechazo en absoluto la riqueza de sus posibilidades de metamorfosis. Buena parte de los escritores vivos a los que he conocido hasta ahora me han desagradado por uno u otro motivo; aunque tal vez esto podría explicarse por el hecho de que a uno mismo le gustaría ser el único. No obstante, lo que leo sobre escritores del pasado casi nunca me disgusta; ya se trate de los aspectos y datos más diversos, siempre me interesan'; incluso Baudelaire, cuyo modo de vivir era muy poco atractivo, se me ha vuelto una persona querida desde que sé más sobre él. Me fascinan incluso ese andar a tientas y esa inseguridad de los escritores frente a todo lo concreto. Pero lo que me conquista por completo es la riqueza y abundancia de sus ilusiones sobre todo cuanto les ocurre. Sobre las cosas que les conciernen a ellos mismos piensan por lo general de manera errónea, sólo para poder pensar todo tipo de cosas. ¿Qué es lo que resulta tan hermoso, tan subyugante? ¿La enorme profusión de sus ilusiones o lo erróneo de éstas? No me es fácil decidirlo. Pero sí sé que lo que me resulta más penoso en los hombres comunes y corrientes, en los hombres «normales», con los que nos encontramos a diario, es ver cómo todo se va imbricando perfectamente para ellos de hora en hora, y todo concuerda a corto plazo. Suben a un tranvía y llegan a su destino. Son empleados y acaban recalando realmente en su oficina. Las cosas tienen su precio y ellos lo conocen. Les gusta una mujer y se casan con ella. Caminan por calles determinadas, pero siempre para ir a algún lugar preciso, no como nosotros, que sólo amamos las calles que no nos han conducido a ningún sitio. Si los escritores sólo fueran los que «se equivocan de calle», no habría nada que decir contra ellos, pero que con esto hagan luego algo admirado en su conjunto, le quita a los extravíos la gravedad que Ies correspondería. Los escritores que mueren jóvenes no tienen la experiencia suficiente en el arte de pavonearse, de suerte que todo cuanto sabemos de ellos nos resulta entrañable. Los otros, los que se elevan hasta verse a sí mismos desde una perspectiva aérea, se vuelven más repulsivos y despreciables de año en año. Desearíamos arrancarles de la cabeza la producción artesanal de la que tanto se jactan, y de su vida los años superfluos.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1947). [Ed. GG: pp. 135-136]


Kafka carece realmente de cualquier vanidad de escritor, nunca se envanece, no puede envanecerse. Se ve pequeño y avanza a pasos cortos. Donde quiera que pone el pie, advierte la inseguridad del suelo. No nos sostiene, mientras estamos con él nada nos sostiene. Y así renuncia él al engaño y a los artificios de los escritores, cuyo brillo, que él percibía perfectamente, no encontramos en sus propias palabras. Con él tenemos que avanzar a pasos cortos y nos volvemos modestos. No hay nada en la más reciente literatura que nos vuelva tan modestos. Él reduce la ampulosidad de cualquier vida. Mientras lo leemos, nos volvemos buenos, pero sin enorgullecemos de ello. Las prédicas enorgullecen a aquellos a quienes conmueven: Kafka renuncia a la prédica. No transmite los mandatos de su padre. Una extraña obstinación, el más grande de sus dones, le permite interrumpir la concatenación de mandatos que se van transmitiendo continuamente de padres a hijos. Se sustrae a su poderío; lo que tienen de energía externa, de animalidad, se anula en él. Tanto más le preocupa, en cambio, su contenido. Los mandatos se convierten para él en reparos. Entre todos los escritores es el único que no ha sido contaminado en absoluto por el poder; no hay poder alguno, sea del tipo que sea, que él haya ejercido. Despojó a Dios de los últimos vestigios de paternidad. Y lo que queda es una red espesa e indestructible de reparos relacionados con la vida misma y no con las pretensiones de su creador. Los otros escritores imitan a Dios y se comportan como creadores. Kafka, que jamás quiere ser un dios, tampoco es nunca un niño. Lo que algunos encuentran aterrador en él, y que a mí también me inquieta, es su constante condición de adulto. Piensa sin mandar, pero también sin jugar..

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1947). [Ed. GG: pp. 142-143]


Incluso después de la Primera Guerra Mundial fue posible para algunos escritores contentarse con tomar aliento y pulir cristales; pero ahora, después de la Segunda, de las cámaras de gas y de las bombas atómicas, el ser humano exige más en su estado de amenaza y degradación extremas. Es preciso volverse hacia la brutalidad tal y como siempre ha sido y envilecerse con ella las manos y el espíritu. Hay que captar al hombre tal como es, duro e irredento. Pero no debemos permitirle que atente contra la esperanza. Esta esperanza sólo podrá surgir del más negro de los conocimientos, de lo contrario se convierte en una superstición sarcástica y acelera la caída final, cuya inminencia va siempre en aumento.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1960). [Ed. GG: pág. 270]


Repulsión ante «las guerras divinas», les guerres divines de De Maistre. La utilidad de este escritor reside en la repulsión que provoca; aquello que, por haberlo deseado y creído durante tanto tiempo, nos acaba pareciendo insulso, se vuelve otra vez importante gracias a la convicción con la que él defiende lo contrario.
De Maistre se cuenta entre los autores satíricos a despecho de sí mismos, como Aristóteles con su esclavitud o Nietzsche con su superhombre. Pero De Maistre tiene la ventaja de un lenguaje que, aunque cargado, no se presta a ningún malentendido. Comprendemos con tanta precisión lo que él defiende como si se hubiera propuesto matarlo y destruirlo. ¿De qué está «cargado» propiamente este lenguaje? Ante todo, de la seguridad concentrada de su fe: sabe lo que para él es malo y no deja la menor sombra de duda. De Maistre se cuenta entre aquellos que están totalmente seguros de tener a Dios de su parte. Su opinión tiene siempre la incandescencia de la fe, y aunque él mismo argumenta y opera con razones, éstas le resultan superfluas. Nunca escribe como un teólogo y por eso parece moderno. Lo leemos siempre como si hablase a partir de experiencias concretas del mundo. Su punto de partida es la maldad del ser humano, que constituye su convicción inquebrantable. Pero se lo concede todo al poder que deba domar esta maldad, convirtiendo al verdugo en una especie de sacerdote.
Es propia de todos los pensadores que parten de la maldad del ser humano una enorme capacidad de persuasión. Suenan experimentados, valientes y veraces. Miran a la realidad cara a cara y no temen llamarla por su nombre. Solamente más tarde nos damos cuenta de que nunca es toda la realidad, y de que sería aún más valiente ver en ella, sin falsearla ní embellecerla, el germen de otra realidad, que sería posible en otras circunstancias. Aunque esto último sólo se lo confiesa quien conoce la maldad todavía mejor, la tiene en su interior, la busca y la encuentra dentro de sí: el escritor.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1965). [Ed. GG: pág. 307]


La particularidad de Robert Walser como escritor reside en el hecho de que jamás revela sus motivaciones. Es el más oculto de todos los escritores. Siempre le va bien, siempre está fascinado por todo. Pero su exaltación es fría, pues hace caso omiso de una parte de su persona, de ahí que resulte también siniestra. Todo se vuelve para él naturaleza externa, y durante toda su vida niega lo más propio e íntimo en él: su miedo.
Sólo más tarde se formarán las voces que vengarán en él todo lo ocultado.
Su obra literaria es un intento incesante por silenciar el miedo. Se evade de todos lados antes de que se acumule en él demasiado miedo -su vida vagabunda- y, para salvarse, se convierte a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a otros. Su aversión profunda e instintiva hacia todo lo «elevado», hacia todo lo que tenga rango y pretensiones, lo convierte en un escritor esencial de nuestra época, asfixiada por el poder. Tememos llamarlo un «gran» escritor, siguiendo el uso normal del lenguaje, pues nada le repugna tanto como lo «grande». Él sólo se somete a la brillantez de la grandeza, no a sus pretensiones. Se complace en contemplar esa brillantez sin tomar parte en ella. No podemos leerlo sin avergonzarnos de todo lo que ha sido importante para nosotros en la vida exterior, por eso cabe decir que es un santo peculiar, no uno que se rige por preceptos caducos y vacíos.
Sus experiencias con la lucha por la existencia lo llevan a la única esfera en la que ésta ya no existe: al manicomio, el monasterio de la época moderna..

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1967). [Ed. GG: pp. 322-323]


Un escritor que busca siempre la medianía, ¿es realmente un escritor? Modera todo cuanto le llega para no salirse de sus propios límites. ¿Puede una vida que se aísla tanto saber realmente algo de la de los demás?
Las rotundidades de sus obras me resultan penosas. Él nunca me infunde terror. Siempre consigue tranquilizar al lector. Le falta el componente estremecedor, desgarrador, le falta desventura y rabia, le falta la sensación de vacío bajo sus pies, la sensación de acoso. Su ironía es placentera, su humor jamás se pasa de la raya. Le gusta ser delgado y lo considera una ventaja.

*** El corazón secreto del reloj 1973-1985. (1975). [Ed. GG: pág. 270]


Su memoria declinó y se hizo escritor. Desde que tuvo que empezar a buscarlos, SUS impresiones y recuerdos se le volvieron ajenos e inesperados. En la oscuridad cobraban color. Debía estirarse mucho para alcanzarlos. No aparecían de inmediato. Se volvían más insistentes al desfallecer, más sueltos al sumirse en el sueño. Cuando despertaban, se habían sumergido en una luz peligrosa que él jamás reconocía. Tuvo que decirse que no se había conocido a sí mismo hasta la vejez, y –muy tarde– experimentó la sed del asombro. ¿Qué asombro había sido aquel, tan familiar, de antaño?
Entonces se convirtió en un personaje ebrio de terror y finalmente se puso a prueba hasta que saltaron chispas.

*** El suplicio de las moscas, Parte VII. [Ed. GG: pp. 662-663]


La cuestión de la fe, que siempre me ha preocupado, que he querido resolver y en cuyo centro me veo de pronto instalado, Lo cierto es que mi vida depende ahora de que le crea a un hombre determinado. Pero resulta que precisamente a ese hombre, que es escritor por naturaleza, nada le resulta tan difícil como la «verdad». Estoy, como quien dice, confrontado conmigo mismo tal como yo era antes, y tengo que arrancarle la verdad absoluta a un hombre que es una especie de vicario mío. Pero él es incapaz de algo así. Necesito fe allí donde sé que no puedo encontrarla, y la antigua obsesión que me ha torturado durante decenios ha sido relevada por una nueva, no menos desesperanzada: la de la fe. Pero de esta manera puedo aproximarme más a la naturaleza de la fe: tengo que observar y anotar cada fase de esta lucha por ella. Pues el tomar conciencia de su desesperanza no le quita nada de su seriedad.

*** Hampstead. (1964). [Ed. GG: pág. 270]


A través de las novelas que por fin me he permitido leer, doy vida a los miles de personajes y situaciones que, inquietos, dormitan dentro de mí. Todo libro que esté a la altura de sus pretensiones removerá una zona distinta de la vida. Tengo que hacer esto, me digo hoy día, tengo que describir aquello, me diré mañana. ¡Hacia dónde tender la mano, si es tanto lo que despierta! Y aunque con menos fuerza, sigo sospechando que no es justo poner la mirada solamente en aquello que ha sido mi vida. ¿Lo realmente importante no es acaso quién recuerda? ¿Merece existir el recuerdo puro y simple como si, de todas formas, representara también el de los demás?
Y uno añora así los tiempos en que nada era aún experiencia y todo era intuición. Sólo los escritores que murieron muy jóvenes, como Büchner o Trakl, conservaron la pureza de su intuición. A todos los demás se les fue transformando poco a poco en experiencia. En este único aspecto puede decirse que también Kafka siguió siendo siempre el mismo; desde un principio tuvo una unidad, la de su edad, y se libró de rejuvenecer más tarde.
Pero esto, precisamente esto, es lo que me ha ocurrido.
Tuve la sabiduría de la vejez en las intuiciones de mi juventud. Y ahora, a los sesenta, recupero la locura de la juventud.
Quizá sea esta tensión peculiar la que debería yo crear, pero aún me resulta siniestra y no confío en ella. Tampoco he descubierto aún los medios formales que legitimarían su creación.
Quizá añoro demasiado la unidad que alguna vez tuve, en lugar de fragmentarme, también en mi obra, en los trozos de los que ahora me compongo.
En cuanto me concentro en uno de esos fragmentos -apenas si he empezado a hacerlo-, los otros acuden presurosos: «Aquí estamos también todos nosotros, piensa que serías un falsario si nos dejaras de lado», y yo me arredro y quedo otra vez a la espera por si se abriera un camino que permitiese captarlos simultáneamente a todos.

*** Hampstead. (1966). [Ed. GG: pp. 774-775]


Es posible que los escritores que aman la muerte jamás logren pinchar con la dureza que el odio a la muerte inspira. Como no tienen nada que objetar contra ella, su espíritu se debilita. La muerte no los molesta, por eso nada los obliga a imitarla.
Pero hay escritores que aceptan la muerte en apariencia, por pura astucia frente a ella, como Schopenhauer. En su fuero interno le guardan una profunda aversión, y esto se trasluce en su manera de escribir.

*** Hampstead. (1966). [Ed. GG: pág. 270]


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