Tuesday, June 18, 2013

[Letra H] - Historia


Letra H

HISTORIA

Y ahora se venga el persistente rechazo del tiempo. Su curso jamás ha existido para mí. Nunca lo he sentido como un río que pudiera secarse. Era inagotable a mi alrededor; un mar en el que yo flotaba a la deriva hacia todos lados, y me parecía natural dejarme arrastrar siempre más lejos. Mi tiempo no podía llegar nunca a su fin. Todo cuanto me proponía era para la eternidad, y tenía a mi disposición eternidades para el proyecto más ínfimo.
Fui en busca de todos los dioses antiguos dispuesto a reconciliarlos dentro de mí. Con todos los pueblos fui llenando mi espíritu: así expié la presunción de mis antepasados. No busqué dirección alguna en la historia. Por estar al borde de la desaparición, lo más pequeño tenía para mí mayor validez que lo más grande. No aceptaba el sacrificio de ninguna vida. Daba cabida en mi interior a todo cuanto no tuviera ya cabida en este denso mundo. Y ahora no soy menos ancho que el mundo, y siento cómo le doy alcance en todas partes. La arrogancia de quien sólo existe para sí mismo me resultaba cada año más extraña. Hoy día sé lo poco que soy por mi origen y lo mucho que soy en el vasto aliento del espíritu.
Pero una vez alcanzado este objetivo, advierto lo vano de mi empresa. He escarnecido al tiempo, y ahora se me agota.

*** Hampstead. Apuntes rescatados 1954-1971 (1960). [Ed. GG: pp. 720-721]


El hombre que vive fuera de las divisiones habituales del tiempo. Nunca sabe qué día de la semana es. No conoce mes ni fecha, y nada sabe del año.
Pero conoce otros hombres y vive entre ellos. ¿Cómo lo hace? Se sustrae al paso del tiempo, no lo registra, los relojes le son tan extraños como los calendarios, y la historia no existe para él.
Es una digna contrafigura del hombre que intenta salvarse de los precios. A éste siempre me lo he imaginado como un derrochador. Pero ¿no sería también una especie de derrochador el hombre que vive sin tiempo? El simple hecho de tener siempre tiempo lo distinguiría ya de rodos los demás, y tal vez su historia debería llamarse: el hombre que siempre tiene tiempo.

*** Hampstead. Apuntes rescatados 1954-1971 (1969). [Ed. GG: pág. 822]


Ni la soledad, ni los achaques, ni la aflicción de los viejos, nada es capaz de convertirte. Tu convicción es cautelosa e ineluctable como un tigre. ¿Será autosatisfacción? ¿Podrás decir sí al fragmento más pequeño de la Historia? Sin embargo, no deberá acabar.
¿Cómo podrían ser distintas las cosas después de esta Historia? ¿Será acaso posible ocultarla, negarla, modificarla? ¿Tienes tú una receta para ello?
No obstante, es posible que estemos viendo una Historia falsa. Quizá la verdadera sólo pueda revelarse cuando se haya derrotado a la muerte.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1972). [Ed. GG: pág. 398]


De los esfuerzos de unos cuantos por apartar de sí la muerte fue surgiendo la monstruosa estructura del poder.
Para que un solo individuo siguiera viviendo se exigía una infinidad de muertes. La confusión que de ellos surgió se llama Historia.
Aquí es donde debería empezar la verdadera Ilustración que establezca las bases del derecho de cada individuo a seguir viviendo.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1972). [Ed. GG: pág. 398]


Afluye por doquier, ese plañir. En absoluto se refiere a ti. Se dirige a otros, a los que ves vivir. No soportas los dolores que padecen. Quisieras evitarles todo lo que entrañe sufrimiento. ¿Cómo es eso?
Se debe a que no eres capaz de admitir nada tal como es. Pero tampoco lo que fue y ya ha pasado. Para ti toda la Historia es falsa. La lees con el corazón tembloroso. Quieres invalidarla. ¿Cómo se invalida la historia? ¿Mediante nuevos sufrimientos?

*** El suplicio de las moscas - Parte IX. [Ed. GG: pág. 684]


Para los historiadores, las guerras son algo, en cierto modo, sagrado; como tormentas benéficas o inevitables estallan en la esfera de lo sobrenatural e irrumpen en el curso evidente y ya esclarecido del mundo.
Aborrezco el respeto de los historiadores ante cualquier cosa por el simple hecho de que ha ocurrido, odio sus instrumentos de medición falseados y aplicados con posterioridad a los hechos, odio su impotencia, que se arrastra sobre el vientre ante cualquier forma de poder. ¡Esos cortesanos, esos aduladores, esos juristas siempre interesados! Uno quisiera despedazar la Historia de manera tal que sus jirones no pudieran ser encontrados por todo un enjambre de historiadores. La Historia escrita, con su impertinente tendencia a defenderlo todo, hace aún más desesperada la situación de la humanidad frente a todas las tradiciones mendaces. Cada cual encuentra en este arsenal sus propias armas, es un arsenal abierto e inagotable. Con los viejos y herrumbrosos trastos que yacían pacíficamente allí dentro, los hombres, fuera, empiezan a golpearse unos a otros. Los bandos muertos se dan luego la mano en señal de reconciliación y entran en la Historia. Los trastos herrumbrosos, que tuvieron el gran honor, son recogidos más tarde en el campo por los historiadores, esos buenos samaritanos, y devueltos al arsenal. Ellos se guardan muy bien, eso sí, de limpiar una sola gota de sangre. Desde que los hombres por cuyas venas corría están muertos, cada gota de sangre seca es sagrada.
Todo historiador tiene un arma vieja por la que siente especial predilección y la convierte en el centro de su historia.
Y allí se alza ella, bien erguida, como si fuera un símbolo de fertilidad, cuando en verdad es un asesino frío y petrificado.
Desde hace algún tiempo, no demasiado, los historiadores han puesto sus miras sobre todo en el papel. De abejas han pasado a convertirse en termitas y solamente digieren celulosa. Apartan la mirada de todos los colores de su época de abejas; y ciegos, en canales cubiertos, pues detestan la luz, se enfrentan a su viejo papel. No lo leen, se lo comen, y lo que devuelven es nuevamente devorado por otras termitas. En su ceguera, los historiadores se han vuelto naturalmente videntes. No hay pasado, por repugnante y odioso que haya sido, que no tenga un historiador capaz de imaginarle algún futuro. Sus sermones, creen ellos, constan de hechos antiguos; sus profecías están ya demostradas mucho antes de que hayan podido cumplirse. Además del papel, también aman las piedras, aunque no se las comen ni las digieren. Se limitan a ordenarlas en ruinas siempre nuevas y completan lo que falta con palabras torpes.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1943). [Ed. GG: pp. 39-40]


Si se lleva a cabo seriamente, el estudio del poder conlleva enormes peligros. Aceptamos metas erróneas en cuanto han sido alcanzadas y superadas hace tiempo. La magnanimidad y la dignidad nos llevan a disculpar allí donde menos deberíamos hacerlo. Los poderosos y los que aspiran a serlo, en todos sus disfraces, utilizan al mundo, y el mundo es para ellos todo lo que encuentran por delante. No les queda tiempo para cuestionar seriamente nada. Aquello que alguna vez engendró masas deberá ayudarlos a generar sus propias masas. Revisan, pues, la Historia buscando fértiles campos de pastoreo y se instalan al punto donde quiera que encuentren la posibilidad de engordar nuevamente. Imperios antiguos o Dios, guerra o paz, todo se ofrece a ellos, que eligen lo que más hábilmente puedan manipular. No existe ninguna diferencia real entre los poderosos; y esto resulta de pronto evidente cuando las guerras han durado ya un buen tiempo y los contrincantes tienen que equiparse entre sí por mor de su victoria. Todo es éxito, y el éxito es lo mismo en todas partes. Tan sólo ha cambiado una cosa: el número cada vez mayor de gente ha llevado a la formación de masas cada vez más grandes. Aquello que se descarga en algún lugar de la Tierra se descarga en todas partes; ningún exterminio tiene ya límites. Sin embargo, los poderosos, con sus viejos objetivos, siguen viviendo en su antiguo mundo limitado. Ellos son los verdaderos provincianos y aldeanos de esta época y no hay nada más ajeno al mundo que el realismo de los ministros y los gabinetes ministeriales, con excepción del realismo de los dictadores, que se consideran más realistas todavía. En su lucha contra las formas esclerotizadas de la fe, los ilustrados dejaron intacta una religión, la más delirante de todas: la religión del poder. Ha habido dos actitudes en relación con ella: una, a largo plazo la más peligrosa de ambas, prefería no hablar de ella y seguir practicándola tácitamente de modo tradicional, fortalecida por los modelos inagotables y, por desgracia, inmortales de la Historia. La otra, mucho más agresiva, se glorificó a sí misma primero antes de entrar en acción, presentándose públicamente como religión en lugar de las moribundas religiones del amor, a las que escarneció con violencia y malicia. Anunció: Dios es poder y todo el que puede es su profeta.

*** La provincia del hombre 1943-1972. (1943). [Ed. GG: pp. 41-42]


El mundo se mueve hoy a una velocidad vertiginosa. Semejante aceleración nos resulta familiar por las guerras y revoluciones. Pero ahora constituye un movimiento en sí, antes de tas guerras o sin ellas; incluso las revoluciones son ahora polivalentes.
Son movimientos de masas y responden a una nueva dinámica, en la que nadie ha podido calar hondo todavía; por ello resultan difícilmente comprensibles y sus síntomas son mudables.
Uno los da por buenos porque disuelven rigideces, muy reseco tendría que estar alguien para no aprobar su advenimiento. Pero nadie sabe adonde nos llevarán. Hay un hecho incontestable: la Historia no sigue un curso predecible. Permanece siempre abierta. Nadie actúa según su sentido, ya que nadie lo conoce. Lo más probable es que no lo tenga. Eso significaría que, al estar abierta, siempre es influencia-ble, y, por decirlo de algún modo, está en nuestras manos. Tai vez estas manos sean demasiado débiles para hacer algo con ella. Pero como tampoco estamos seguros de esto, debemos intentarlo.

*** El suplicio de las moscas - Parte IX. [Ed. GG: pp. 688-689]

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